30/3/12

La memoria del dolor

Más que sueño,
delirio.

Más que soledad,
destierro.

Allí donde el corazón
ha sido maltratado,

nada más rozarlo,

más que caricia,
desgarro.

Ilustración: Benjamin Lacombe

29/3/12

Fuente de luz


De pronto lo perdió.  Buscó por todos lados, pero sólo encontró los  restos resecos de una acuarela blanca, quebradiza, inservible. Sin él no era posible, decidió, y abandonó la afición que tanto le había gustado. 
Lo había perdido. La idea le rondaba como un dolor punzante, pues  sabía que el color blanco resulta de la superposición de todos los colores y esa certeza se le antojaba insoportable. El lienzo, como un sumidero de luz, permanecía negro en total ausencia de color. No había nada. Su pincel no podía pintar lo que no veía. Necesitaba deshacer el mundo partícula a partícula, distorsionar las formas, esfumar los bordes, inventar trazos y crear una pintura nueva. Pero necesitaba el blanco porque la oscuridad acabaría engullendo su ilusión. 
Lo encontró reluciente, fresco, brillante, donde siempre había estado; en el capricho de las nubes, en el frío de las mañanas, en el contraste de una noche estrellada. En la luz que emite la alegría de sus hijas y que al atravesar la risa, como si fuera un prisma, se descompone en hermosas carcajada de colores.
Su paleta estaba completa. Comenzaría pintando aquellos delicados lirios. 

Ilustración: Elena Odriozola

8/3/12

El lugar de la infancia



    Recuerdo la casa en la que vivía.  Era una casona antigua que había pertenecido a mis bisabuelos y que nosotros habitábamos como legado de nostalgia. Estaba situada en un valle, a unos kilómetros del pueblo, coloreada del verdor que caracteriza las montañas del norte de Extremadura. Se accedía por un camino empedrado, en cuyas juntas crecían yerbajos. Yo me entretenía imaginando los bordes de las piedras que apenas se veían; podían ser países o animales o caras. Siempre me gustó ese camino.
    La fachada dejaba al raso unos muros vigorosos, labrados con sillares irregulares, que  descargaban su peso en un porche de tres arcos. La robustez del exterior contrastaba con el ambiente cálido del interior de la casa. En las paredes colgaban multitud de hermosos platos de cerámica esmaltada, cuadros y retratos de la familia. Había alfombras por todos lados (¡yo volaba encima de todas ellas!), cortinas diáfanas en las ventanas que daban a un claustro de galerías porticadas en cuyas columnas trepaban, decididas, las hiedras. En medio del patio había una fuente que servía de estanque para mis peces: hojas secas, canicas de colores o simples chinarros.
    Allí crecí, rodeada de las viejas historias que habían sobrevivido a lo largo de los años, del olor a tierra y hierba mojadas, de juegos y de ilusiones.

Ilustración: Alejandra Acosta

Dedicado a todas las profesoras.
 

28/2/12

El columpio


Solía montar en el columpio con la idea de llegar lo más alto posible. Alzaba las piernas con la misma fuerza con que la tierra la traía de vuelta, pensando que en cualquier momento llegaría el impulso definitivo, aquel en el que nunca más tocara el suelo. Solo volar. Hacia el lugar que ella recordaba y que había dejado atrás, pequeño, cada vez más, hasta guardarse en el espacio más triste y mínimo de la memoria, que duele de veras, como duelen las cosas que se pierden para toda la vida. 
Apenas empezaba a rozar el cielo con la punta de los pies, sonaba el timbre que indicaba la vuelta a clase. Se acababa el recreo. Volvía sola a las aulas, todavía con la ligereza del aire en sus pasos. Al día siguiente volvería a intentarlo. 
Así pasó el tiempo, más cerca de las nubes que del mundo, comprendiendo que los juegos no pueden cambiar el destino, que lo más parecido a volar es caer. Dejó de soñar, pues no tenía sentido si ya no le servía para volver. Y cayó. 
Hasta que llegó él, con los ojos del color del cielo más intenso que jamás había visto, con su sonrisa honesta para devolverle el impulso.
Ahora lo sienta en su regazo y ambos, con un dulce y tranquilo vaivén, se mecen en el columpio que hay en el jardín de su casa, recibiendo en los ojos el sol bajo que anuncia el atardecer. Es tiempo para soñar, piensa. Y para vivir.


Ilustración: Faby

Con amor, a mi hijo.

20/1/12

El circo de las emociones



Sonaron. Hacía décadas que no sucedía. Era debido a la falta de entusiasmo del público que, movido por otros intereses, había dejado de emocionarse. Pero esa noche, gracias al acróbata, se produjo el acontecimiento. Todo sucedió con un triple salto mortal. Fue tal el susto que todos los allí presentes murieron mientras duró el ejercicio. El acróbata, hábilmente, cogió las almas que habían quedado suspendidas en el aire y mientras daba vueltas, las lanzaba a otros cuerpos al azar. Al terminar el salto, cada uno despertó con la sensación de ser una persona nueva.
El acróbata no pudo más que agradecer los aplausos.

Pintura: Marc Chagall

13/12/11

Mutismo

Por eso lo dicen. Ella no está de acuerdo, pero tampoco intenta convencer de lo contrario. Basta con no hablar. Prefiere mantener una actitud callada; el silencio siempre es más sencillo. A veces, cuando ya no puede más, se arruga en un ovillo de brazos, aprieta fuerte los dedos contra su espalda y abre la boca dejando escapar un torrente de aire sin voz, un vacío que sólo se hace grito cuando nadie lo puede escuchar. De paso, llora, no por dolor, sino por dejarse mojar. 
Creen que es tristeza, soledad, locura. Qué más da, para todas ellas primero hay que callar, estallar el corazón, derramar la mente, olvidar el mundo y volver a empezar.
Dicen que no habla porque dejó de sentir. No habla porque prefiere escuchar, mirar. Como escuchan las ramas nacer sus brotes, como se miran a los ojos los amantes. Ha elegido amar.
Y cuando haya mirado lo suficiente, cuando no haya más viento para escuchar, en ese momento, podrá decirle al mundo que ella sí supo callar. Los demás nunca supieron. Por eso lo dicen. 

Ilustración: Ana Juan

26/11/11

El Koala


No hay quien comprenda al Koala. Se duerme mientras se va por las ramas.


Ilustración: John