15/8/25

La cigüeña del baldío



Mira la tierra, niña, seca y baldía. La pena que siento cuando pienso en el campo labrado y amarillo de antes; parecía que brillaba todo reluciente. Aquí hay un poco de correntío. Qué moza más prieta y qué dispuesta era yo. Ya ves cómo estoy ahora, Matea, vieja, triste y pellejuda. Dale bien a ese cuello que el sudor deja cerco. Recuerdo las siegas y el dolor de espalda y las manos agrietadas, pero no nos faltaba qué llevarnos a la boca. Aunque bien sabe Dios que prefiero ese dolor a esta pena. ¡Restriega bien, hija, que no tienes fuerza en las manos! La labranza ya no da de comer, mal que nos pese. Ay, la jambre que se pasa cuando se es pobre; duelen las tripas y duele la vida. Tú, hija, tú no vales para el campo con esas piernas largas y enclenques y esas manos finas como silbidos. No sé a quién has salido; rubia, blanca y flaca como un demonio. Tengo que hacer más jabón, para otro día no nos queda. Ay, Matea, si no fuera porque te he tenido en mis entrañas diría que eres hija de mujer rica. Como la Ramira y la Victoria, tan estiradas ellas y tan remilgadas. Se llevan bien contigo y hasta te invitan a sus casas. Si te digo yo. Te pondrán bien de comer. Aunque con lo mal que comes ya pueden darte sable frito que tú ni probar bocado. Escurre esas sábanas sin retorcer mucho. Ya me gustaría a mí un buen pedazo de ese pescado, pero , habrá que conformarse con el poquito de bacalao que nos queda, aunque sea para darle sabor a las patatas con arroz, que luego tus hermanos vienen con la gazuza y hay que llenarles el buche. Vámonos, niña, lleva tú el balde en la cabeza que yo no estoy para trotes. Fermín es el que más come, dónde lo echará, que parece un serafín. Venir a lavar ya no es igual; antes nos juntábamos todas las del pueblo y sus buenas coplas nos cantábamos. Ahora no se escuchan los cantes. Ay, ni la rivera está en condiciones. ¡Ahí van la Amalia y la Consuelo! Vaya dos jaquetonas, estas sí que tienen buenas piernas. ¿Cómo te dicen? Ah, sí. «Matea la de las piernas flacas, la del culo frío, la que parece una cigüeña en un baldío». Ay, qué dos, la gracia que tienen. La Amalia es bien guapa, aunque un poco bruta, todo hay que decirlo. Nuestro Fermín está enamorao de ella. Qué educao es el Fermín, pero eso sí, macho como el que más. Esos dos se casan, ya verás. A la Amalia se le encienden los ojillos cuando él la mira. Ay, mi espalda. Estas calles se me hacen muy largas. Que no se te caiga el barreño. Y lo corta que se me ha hecho la vida, parece que fue ayer cuando nació el Tomás, el primero de mis cinco hijos, bueno, de mis seis hijos, que la Anselma se nos fue pero es un ángel, un angelito tan pequeño que ni se ve desde aquí. Y tú, ¡qué muchacha!, nada más que leer y leer todo el día en el doblao, que te habrás leído todos los libros que te presta Doña Manolita, la maestra. Ya estamos llegando. Y sin copla, niña, sin la luna lunera, ¿cómo era? «Por tu curpa curpita yo tengo negro negrito…», pues sí, sí que tengo negro el corazón, pero no de amor, sino de las penurias que tengo metidas en el pecho. Qué habrá sido de mi padre. Se fue y nunca más volvió. La guerra se llevó a los hombres buenos. Algún día aparecerá y nos sacará de este pueblo y nos llevará a otro lugar en el que la tierra dé de comer. Dónde estás Matea que voy hablando sola. Te habrás quedado atrás mirando alguna mosca pasar. Si es que eres como el aire; no se te ve y casi no se te siente. Flaca y para colmo despistada. Te hará falta un buen café con leche, eso sí te gusta, será lo único. En cuanto lleguemos a casa nos lo tomamos las dos que antes lo puse en el puchero. Pero dónde está esta niña. Mira las cigüeñas. Ya están llegando. Son bonitas, eh. Si no fuera por ellas, este pueblo sería un lugar muerto. ¿Has visto esa? Qué piernas más largas y qué figura. Te pareces de verdad a ella. Dónde estás, Matea. ¡Ha echado a volar! Qué alas tan grandes. Dónde estarás, niña. La cigüeña se ha marchado. Ay, Matea, se nos va a arrugar la ropa.


Ilustración: Berta


20/7/23

Historias de ganchillo




 

Capítulo 1: Matea


Mi abuela Tomasa me contaba historias y eso nunca se olvida, hija mía. Las abuelas son como una manta en los días de frío o como un tazón de leche bien caliente. Recuerdo aquel relato que ella solía contarme del niño que buscaba a su madre en unas montañas perdidas. Qué miedo me daba aquel cuento, chiquilla, pero aún así escuchaba atenta la voz de mi abuela que nos sentaba a mi prima y a mí en torno a aquella mesa camilla en la que un brasero de picón nos sacaba cabrillas en las piernas. Y eso que mi prima era su favorita, pero yo siempre quería volver a esa casa para escuchar a mi abuela. ¿Sabes, Susana? Antes, los inviernos eran larguísimos y las tardes oscuras. No había muchas cosas que hacer entonces, no es como ahora, figúrate, que la gente siente que «no le da la vida», vaya con la expresión, como si la vida fuera una goma que se estira, ¡qué bobada! El tiempo es siempre el mismo; igual ahora que antes, solo que antiguamente no pasaban tantas cosas y menos en los pueblos, que ni luz había para alumbrar las calles. Lo que te decía, que aquella historia del muchacho huérfano a mí me asustaba, pobre criatura, solo por el mundo buscando a su mamá. Yo oía hasta los golpes y las pisadas que acechaban al niño, qué miedosa era. No como mi prima Valentina, que era recia y dura como un mulo y tenía la piel curtida, al contrario que yo, que era paliducha y flaca. Mi abuela también nos enseñaba a hacer ganchillo. Eso lo hacíamos siempre antes de las historias porque si no, la puntilla no avanzaba y había que hacer la labor «como es debido». A mí no se me ocurría quejarme, claro, pero estaba deseando acabar de tejer para que mi abuela empezara a contar el relato con su voz honda y labrada de mujer de campo. Al terminar de tejer y de escuchar la historia, yo me tenía que volver a casa. Mi prima vivía allí con ella. Digo yo que por eso era su favorita, por eso y porque era vigorosa –menudos brazos tenía– mientras que yo era endeble como un tallo nuevo. No vayas a pensar que estoy celosa, qué va hija, pero antes las cosas eran de otro modo y las mujeres como yo éramos poco apreciadas. Fíjate, a mí me gustaba leer, algo raro por entonces en una muchacha joven. Otra cosa no, pero libros en mi casa había muchos y obras buenas, no te creas. Las mujeres de mi tiempo tenían que ser de huesos fuertes y carácter áspero y yo no era así; yo era escuchimizada y callada. ¿Qué te estaba diciendo? Ah sí, lo de volver a casa. Siendo de noche y yo con el miedo metido en el cuerpo, que hasta de mi propio corazón me asustaba. Cuánto daría por volver a escuchar ese sonido, bumbum bumbum, tan joven y tan vivo. Es dura la vejez, niña, te lo confieso, por eso me gusta acordarme de mi abuela, de sus historias y de mi pecho asustado, porque vuelvo a ser una muchacha mientras te lo cuento: aquella moza de manos frías y ávida de historias. Pasaban tan poquitas cosas entonces, ya te lo he dicho, ¿verdad?, que no quedaba más remedio que vivirlas con intensidad. Ahora la gente va de un lado para otro mirando sus móviles sin oírse ni un poquito el corazón. Ya no es lo que era. Nunca supe el final del cuento del niño que buscaba a su madre, qué penurias pasaría esa criatura. Tampoco sé por qué mi abuela elegía relatos tristes, vete tú a saber, a lo mejor porque su vida también fue triste y difícil, pero yo siempre me quedaba embobada escuchando. A veces pienso que las historias están prendidas de algún hilo y como con el ganchillo, las vamos tejiendo hasta que visten nuestra vida. Esto mismo que te cuento a lo mejor se lo cuentas tú a tu hija y ella, a su vez, a su propia hija si la tuviera, y mientras tanto, quién sabe, el pobre niño de las montañas quizá encuentra a su mamá. Todo el mundo teme en algún momento perder a su madre; es el miedo al desamparo. No hay peor cosa que esa. Estoy cansada, querida, voy a cerrar los ojos y a descansar un rato. Últimamente me entra un sopor terrible a esta hora; es la edad, chiquilla, ya lo verás tú cuando te toque. 


Capítulo 2: Tomasa


¡Vamos niñas, vamos! Calentaos bien las manos con el tazón, que hoy hace un frío que pela. Venga que el brasero está recién echado. Ponte a este lado, Valentina. ¡Hale, hale! Se hace tarde y anochece enseguida. Terminad pronto el café con leche, que se enfría. Ay, este tiempo me mata los huesos, las rodillas sobre todo, que ya no me aguantan el cuerpo. El campo es un canalla; nos desgasta hasta los tuétanos y luego a ver quién siega y quién labra. Esperad un momento que voy a poner los garbanzos a amollecer, no sea que más tarde se me olvide y no tengamos nada para comer mañana. Cuando terminéis la leche coged la labor, que esas puntillas no crecen, niñas, no crecen y no estoy yo para perder el tiempo. Venga, Matea, bébete eso ¡Virgen Santísima! Se alimentará del aire esta niña; así está de esmirriada. Tendré que decirle a tu madre que le eche bien de gallina al puchero, al menos que tomes algo de sustancia. ¡Vamos, vamos!, no veo que se mueva la bobina de hilo. El ganchillo tiene que hacerse rapidito, con gracia. Así, muy bien Valentina, qué buena mano tienes para todo, ¡y qué buena boca!, que te has tomado el tazón en un santiamén. Venga, Matea, que es para hoy. Estarás con tus cosas, que te quedas atontada, hija, mirando las musarañas. Dos meses conmigo en casa y te ponía yo las canillas prietas y las mejillas rosadas. De hoy no pasa que termines la labor. Desde luego eres como el niño italiano que se va en busca de su madre, que nunca llega a tiempo a nada. Cómo serán las montañas de América, más grandes que las nuestras y más peligrosas, seguro. Si acabáis pronto os cuento las desgracias del muchacho, pero antes tengo que ver brío en esas agujas. Rapidito, eh, que no está el horno para bollos. Vamos Matea, vamos ¡Qué niña! Con la cabeza nada más en esos libros que tienes en casa. Ya hablaré yo con tu madre, ya hablaré. Échate bien el mantón por encima cuando salgas, que menuda pelona está cayendo y luego te pones mala y las culpas van para mí.


Capítulo 3: Susana


Ahora a dormir, cariño, que mañana hay que madrugar para ir al colegio. Si quieres me acuesto a tu lado y te cuento una historia de ganchillo. No sabes qué es eso, ¿verdad? Para hacer ganchillo se necesita una aguja especial que tiene un gancho en un extremo y se tejen encajes, colchas o algunas prendas de vestir. Mañana te lo enseño en la tablet. Esta historia me la contó la otra tarde tu abuela Matea cuando fui a su casa a llevarle las cajas de leche, que ya sabes que tu abuela sin café con leche no sabe vivir y ella ya no puede coger tanto peso en la compra. Me contó que cuando era joven iba a casa de su abuela Tomasa –que era una mujer muy ruda– a tejer y a escuchar las historias que le contaba. Se reunían en una mesa redonda con una tarima en la que se ponía un brasero de picón, que era  un tipo de carbón que se removía y mantenía el calor. Se juntaba con su prima Valentina, una chica fuerte y alegre. Allí se quedaban merendando sentadas al calor de la mesa camilla, tejiendo y escuchando los relatos de Tomasa, que debía tener una voz poderosa y un cuerpo muy robusto, según cuentan. El relato favorito de tu abuela Matea era el de un niño que se fue en busca de su madre, que se había ido atravesando el mundo para encontrar un trabajo y poder mantener a su familia. A tu abuela esa historia le daba mucho miedo, dice que incluso oía tal cual los ruidos que Tomasa describía. Tu abuela era de imaginar cosas porque le encantaba leer. Tú no dejes de leer, cariño, que es una de las cosas más bonitas que hay. También me contaba la abuela Matea que cuando se iba de aquella casa, ya de noche y en pleno invierno, salía corriendo envuelta en un mantón y se asustaba con el sonido de su propio corazón, que latía desbocado por el miedo y por la carrera. Otro día te cuento la historia del niño de las montañas que buscaba a su madre, aunque en verdad es una historia triste, mi vida, pero si tú quieres otro día te la cuento. Ahora es tarde y tienes que dormir para estar descansada mañana. Puedo hacerte cosquillas hasta que te duermas. Voy a dibujarte en la espalda unas flores como las de las puntillas de ganchillo que hacía tu abuela. Hasta mañana. Que duermas bien.




Basado en una historia que mi madre me contó sobre una anécdota durante su juventud en el pueblo en el que vivía. . Ella en este relato sería la voz de Matea. 

Susana: Hija de Matea.

Valentina: Prima de Matea.

Tomasa: Abuela de Matea.


16/7/23

Lo abrí

 


Ahora no puedo cerrarlo. 

Sabía que esto sucedería 

y sin embargo, lo abrí. 

Por ti, solo por ti. 


Aire limpio;

quise tenderme. 

Olor a masa;

quise extenderme. 


Por tu voz azul,

lo abrí. 

Ahora escuece; 

el corazón abierto escuece. 


Aquel pájaro moribundo, 

la duna grande, 

la flor seca 

y mis ansias. 


Quererte con ansia,

a bocanadas, 

con sed. 

Rompiéndome. 


Se me ve todo por dentro 

y dejo que mires

con esos ojos tuyos 

de océano.


Te quiero todavía más.

¡Me has visto el alma

y yo te he visto el fondo!


Yo tenía algo roto, 

tú tenías silencio. 


Yo el pecho, tú el soplo.  

El dolor. El remedio.

Así tengo el corazón; 

herido pero besado.






Foto de Evie S. en Unsplash

9/2/21

Qué más da el alma

 


Me desnudo y me miro al espejo. Esa imagen que a diario pasa

fugaz, distante, como una ráfaga

a lo lejos.

Me detengo en ella, tiro de ella. La acerco a mí.

Veo dolor instalado formando rutas difíciles.

Hay piel;

inmensa llanura de células sensibles.

Tengo los brazos delgados,

ni sé cómo han podido aguantar tanto peso

o empujar tantos miedos. Son mis brazos de guerrera.

Dejo escapar el aire anudado que me oprime un alma

que no encuentro. Por más que busco

no la encuentro. Si pudiera cogerla entre mis 

manos.

Hay montes deshabitados donde la helada 

cae a plomo.

Grietas que no terminan de cerrarse. Paso los dedos y 

duele.

Toco despacio, como trenzando cabellos finos,

como espuma que se rompe. Alargo el recorrido;

sombra al atardecer.

Me alojo en mis hombros dignos, cansados.

Hermosos.

Qué más da el alma, si tengo el dolor 

vivo.


Foto de Михаил Секацкий en Unsplash



13/12/20

Noviembre

Volvemos a la infancia con las pinturas de Judith Clay | Dibujos, Pinturas,  Producción artística

Noviembre es un mes triste. Octubre todavía es cálido y soleado, pero noviembre es triste. Antes, durante todo el mes de noviembre tocaban diariamente las campanas, ya sabes, por los difuntos, y no había un sólo día del mes que las campanas no nos recordaran que nuestros muertos seguían muertos, tristemente muertos, que de eso se encargaban los tonos lúgubres de las campanas, y muertos también seguían los muertos de los vecinos, los de acá y los de más allá, valga la expresión, porque eso sí, las campanas se escuchaban por todos lados. Otra cosa no, pero un buen campanario sí que había. Ya me hubiera gustado que el mes de noviembre no fuera así, tan negro, tan llorón, porque realmente es un mes bonito de no ser por las campanas. Qué miedo me daban esas campanas. Todos los años había que llorar, qué íbamos a hacer si no. Yo hubiera preferido cantar a los muertos, reírles por lo menos, que eso siempre gusta más, pero no, noviembre era un mes para llorar y el resto del año para trabajar, ya me dirás. Y luego las misas por los santos difuntos, que ya ni acordarme quién era el muerto al que había que rezar, pero a la misa había que ir, de negro y con pena. Qué bien que lloraban las mujeres de mi pueblo, ¡cómo se oían los suspiros cuando tañían las campanas! De alguna misa me libré porque mi hermano, que de pequeño odiaba los pájaros, y ahora, fíjate tú cría canarios, pensó que para qué iba a ir yo a las misas si ya lo hacía él.  Qué tontería, para qué los dos. 
Todavía me acuerdo cuando era joven. Paseaba con las amigas por la calle en hilera, las más audaces al extremo que eran las que se llevaban la suerte de pasar al lado de los chicos. Yo siempre caía en el centro, hay que ver cómo era yo, pero eso sí, no había nadie que leyera tanto como yo en el pueblo. La de libros que habré leído, y eso que no eran tiempos para eso, pero tampoco para pasarse el mes llorando, ¿no? 


Ilustración: Judith Clay




7/12/20

La noticia



"Curioso... por el latido, parece un pez", afirmó después de un largo silencio. Siempre creí que diría “niño” o “niña”. Lo típico. Cuando salí de la consulta volví a casa y me sumergí en la bañera. No pude resistirme a darle la noticia: “vas a ser padre”, le dije. El hidromasaje burbujeó loco de contento.


Ilustración: Rebeca Dautremer

6/12/20

La jardinera




Solía dedicar las primeras horas de la mañana a cuidar sus macetas. La luz de esas horas entraba con delicadeza y dulcificaba su piel. Quitaba las ramas secas con cuidado, enderezaba los tallos y contemplaba los brotes. Luego se sentaba cerca de la ventana a observar la calle, con la sensación y el olor de la tierra húmeda todavía en los dedos. Más tarde empezaría a transitar la gente. No tenía prisa, sabía que aquellas flores blancas abrirían pronto sus pétalos. Cuando eso sucediera, seguro que ya habría saludado desde su ventana a las mismas personas que cada mañana acostumbraban a pasar por allí, mirando hacia ella esperando el gesto de siempre, conscientes de que aquella mano de movimientos suaves y lentos era, en realidad, una flor abierta.


Foto de Steinar Engeland en Unsplash